lunes, 4 de febrero de 2019

VIAJE EN VESPA


    La siguiente historia casi termina aquí:



     Pero empecemos por el principio.
   Juan sostiene la urna en la que se hallan las cenizas de María, el amor de su vida y su esposa durante más de cuarenta años. "Ya ha pasado todo", piensa, "volvemos a estar solos". 
   Juan se encuentra en la habitación de la residencia a la que se mudaron cuando la enfermedad de María le impidió valerse por sí misma. Él no podía ocuparse de los dos y carecían de recursos para contratar a una o varias personas que estuvieran en su casa las veinticuatro horas del día. Sus hijos viven en otra ciudad, otra en la que han encontrado un buen trabajo, y pedirles que lo dejaran todo para hacerse cargo de la situación era algo que Juan y María no estaban dispuestos a hacer. 
  Tras el funeral en el tanatorio y el entierro, Juan volvió a la que había sido su habitación durante los últimos cinco años, en la que tenía pensado permanecer hasta que se diese la oportunidad de poner en marcha su plan. Ésta no tardó en aparecer y lo hizo, como en el último año, en forma de Vespa. 
   Y es que Juan se había percatado de que cada cierto tiempo una joven que decía conocer al hijo del dueño dejaba su moto aparcada en el garaje durante unos cuatro o cinco días, como mínimo. Nadie ponía objeción alguna. Es más, la chica en cuestión solía dejar las llaves al personal del centro por si hubiera que mover el vehículo, lo cual era aprovechado por José, el encargado del mantenimiento, para llevar a Daisy a dar una vuelta a la manzana. Nunca se había visto chihuahua más feliz en el vecindario. 
   El momento perfecto para coger la moto era la hora de comer, ya que el trabajador al que le tocaba estar en recepción tenía que ayudar al resto a llevar a los "clientes" al comedor, dejando su puesto, en el que se guardaban las llaves, vacío. Eficiencia empresarial lo llaman.
   Juan había tenido una Enfield, así que se sentía seguro conduciendo una Vespa. Colocó a María en el maletero que había debajo del sillón, donde encontró el casco integral de su propietaria, y avanzó hacia la puerta del garaje. Cuando ésta se alzó completamente se encontró frente a José y Daisy, que habían salido a dar su segundo paseo del día. Él se quedó mirándole confundido, sin poder reconocer a Juan, pero seguro de que esos no eran los ropajes propios de la amiga del dueño. "Demasiada pana y poco slim fit".
   Los nervios de Juan se dispararon y a punto estuvo de derrapar al incorporarse a la calle, pero logró mantener el control de la Vespa y alejarse rápidamente de un José atónito y una Daisy entretenida en olisquear la rueda de un coche aparcado.
  Diez minutos después, Juan respiraba más despacio y ya no sentía el latido de su corazón en la garganta, pero sabía que José habría dado la voz de alarma, así que tenía que avanzar lo más rápido posible. Solo cincuenta kilómetros le separaban de su objetivo.
   Tras una hora conduciendo a una velocidad que a Juan se le antojaba la velocidad de la luz, aunque no llegó a superar los 50 km/h, llegó a la playa en la que besó a María por primera vez. Tenía tan solo 21 años y no había podido dejar de pensar en ella desde que le había visto entrar en la tienda de comestibles de su padre. Después de haberle acompañado hasta el portal de su casa en varias ocasiones, María por fin había accedido a ver el atardecer con él en aquella maravillosa cala. 
   Aquel día el mar estaba revuelto, pero el lugar permanecía tal y como lo recordaba, ajeno al tiempo que había hecho surgir profundas arrugas en su cara, que había debilitado su cuerpo y que había convertido en cenizas a su bella María. 
   Le embargó una violenta rabia; rabia por su incapacidad de frenar el paso del tiempo, por la crueldad de vivir ya solo en pasado, por un futuro sin esperanza. Pensó en adentrarse en el mar y dejarse llevar por la corriente hasta perderse en su oleaje mientras gruesas lágrimas recorrían su accidentado rostro. Y entonces emergió del pasado un doloroso recuerdo. Su nieto, a punto de morir en la cama de un hospital donde había pasado los últimos años de su vida, sonriendo amargamente mientras decía "lo triste no es morir. Lo triste es no saber vivir."
    La rabia dejó pasó a una tristeza más profunda que el pozo de Totalán, más oscura que el carbón, devastadora como aquella noticia. Juan se arrodilló en la orilla, donde llegaban a morir las olas, abrió la urna y dejó ir a María siguiendo sus instrucciones. 
   Juan no recuerda el tiempo que permaneció en esa posición, tan solo que cuando el sonido de las sirenas de la policía le sacó de ese trance era de noche y temblaba de frío. 



   Hoy, a sus recién estrenados cien años, le preguntan cuál es el secreto para vivir tanto. Él responde: "dejar ir el pasado, por bueno o malo que sea, y aceptar el presente."
   Nosotros, espectadores, que esperábamos que nos ofreciera algo más banal (un ritual mañanero, una desconocida dieta a base de anacardos) nos encontramos con una respuesta que ni es un secreto ni es garantía para vivir cien años. Es la única forma de seguir viviendo. 
   

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